sábado, 15 de septiembre de 2012

Lía, la monje


Esa que ves en el retrato soy yo. Si, yo. Ya, se lo que me vas a decir, que salgo mejor en el retrato que al natural. Ya, gracias. Es lo que tiene no ser guapa. Aunque de mi cuerpo no podrás decir nada, tanto entrenamiento y normas mentales me han ayudado a tenerlo bien firme. Si, bastante firme. ¿Te ríes? Seguramente de una patada podría romperte el cuello. Ah, ¿que no sabías que soy una monje? Ja, pues no lo quieras aprender a la fuerza. No te lo aconsejo. Aunque en el fondo no lo haría, me han educado para ser alguien sensata y capaz de controlar mis sentimientos. Pero te voy a confesar algo, me encanta la ironía y el sarcasmo. No hago mal a nadie con eso y es divertido. A veces la gente se ríe conmigo. Depende de quiénes sean, me parece bien o mal. Si es un desconocido, puede que le mate con una mirada; si es un amigo, me reiré a su lado. Así de maja soy.
 
Supongo que querrás saber un poco de mi vida. Soy la hija menor de 3 hermanos mayores. Dos de ellos guerreros de gran valor, según decía mi padre. El otro, hechicero. Se fue de casa. Según mi padre, que no le gustaban los hechiceros, era de ese tipo de personas que no le gusta inclinarse a ningún lado, un cobarde. Yo quiero mucho a mi hermano, aunque no haya vuelto a saber de él. Me da igual lo que sea, sigue siendo mi hermano.
Yo quería ser una guerrera como mis hermanos mayores. Se reían de mi. Estoy segura de que me temían. Me sacaban unos 10 años, pero era más astuta que ellos (eran muy musculosos, uno de sus brazos podía ser igual de ancho que mi cabeza perfectamente, pero les faltaba un poco de cerebro). Con el bastón de mi madre les hubiera dado más de una vez si hubieran querido enfrentarse a mí.
Si el bastón era de mi madre, ¿cómo llego a mí? Mi madre murió. Llevaba enferma mucho tiempo y utilizaba un bastón para andar. Cuando ya dejó de andar, me regaló ese bastón. No será bonito y es viejo, pero es el bastón de mi madre. No hay más que hablar.
Bueno, continúo. Mi padre y mis hermanos murieron. No se muy bien cómo, la verdad. Cuando sucedió, me metieron en un monasterio. Allí, los monjes me dijeron que habían caído en una batalla. No me respondieron más, dijeron que era información innecesaria. No me alegro de sus muertes, en absoluto, a veces pienso en ellos y me apeno, pero si me hubieran llevado, seguramente no hubieran muerto. Pero en fin, eso no se sabrá nunca.
Eso sí, ese monasterio me cambió la vida. Era una niña de 12 años cuando entré. A pesar de la muerte de la mayor parte de mi familia (quedaba mi hermano el hechicero, que no le localizaron), yo quería seguir teniendo una infancia, jugar, correr, divertirme... Y sobre todo, quería entrenarme para ser guerrero. La infancia se acabó, eran monjes con una gran autodisciplina, me enseñaron a controlar mis emociones (Si, gracias a ellos no te arranco la cabeza de una patada).
Cuando les vi entrenando, me enamoré de ese tipo de combate. Pelear así y con esa fuerza... Me dije a mi misma: A la mierda ser guerrera y les pedí que me enseñaran. Uff, costó mucho. Me dijeron que tenía un largo aprendizaje de autocontrol. Al principio me costó mucho, recuerda que tenía 12 años, es muy difícil para una niña. Pero lo logré. No se lo creían mucho, la verdad, porque alguna vez soltaba alguna contestación. Pero bueno, no me dijeron nada malo. Supongo que logré un gran cambio y les convenció. Y se pusieron a entrenarme.
Fui una alumna muy aventajada. El amor que le tenía a ese tipo de lucha ayudó. Entrenaba noche y día, y cuando no entrenaba, meditaba. Era increíble como los monjes me miraban casi con la boca abierta. ¡Ja! Creo que no esperaban que lo consiguiera, pero lo hice.
A los 18 años, decidí marcharme. Creo que ya me habían enseñado todo lo que sabían. No mostraron pena al despedirme, pero después de 6 años, una aprende a leer los ojos de la gente. Me echarían de menos. Quizá volvería algún día con ellos, al menos a visitarles. Les debía toda una vida por delante.
Me marché con lo puesto. El bastón de mi madre, una daga y una túnica. Bueno, sí, y algo de comer para el camino. 
Desde entonces, no dejo de moverme. Cuando una causa me parece justa, la defiendo hasta la muerte. Por eso voy de lugar en lugar buscando gente a la que ayudar y, por qué no admitirlo, culos que patear

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