Nací en el núcleo de una familia rota. O eso me dijeron las monjas
del orfanato de Madrid que me encontraron un día nublado de abril de
1983. En la cesta en la que me dejaron mis padres, sólo había una nota
que decía que no querían tener a un monstruo como yo entre ellos.
Las monjas no podían entender cómo un bebe tan mono como yo fuera un monstruo. Les encanté a todas.
Según iba creciendo, las monjas no se daban cuenta de nada de lo que
pasaba conmigo. ¿Cómo voy a tener malas intenciones de bebé?
Siendo sincero, yo tampoco me enteraba de qué pasaba conmigo. Nadie me decía nada. Así que no podía saber.
Hasta un día cuando tenía 8 años. Las monjas tenían por costumbre
golpear en las manos con una regla a los niños que no habían hecho los
deberes, que no habían estudiado o que hablaban en clase. Ese día, no me
supe la lección.
La profesora cogió la regla y me pidió que le diera la mano. Desee con
todas mis fuerzas que no me pegara, me imaginé mi mano llena de golpes y
sangrando por todas las heridas que iba a tener. Cuando le tendí la
mano, ella dio un grito ahogado. Me preguntó que quién me había hecho
eso en la mano y que teníamos que ir corriendo a la enfermería.
¡Increíble, me había librado!
Llegamos a la enfermería y mi profesora le pidió a la monja que
estaba allí que me curara la mano. Ésta me cogió la mano, la miró de
arriba abajo y dijo “Yo no veo ninguna herida”
Se pusieron a gritarse por la existencia de heridas en mis manos, hasta que me pidieron que saliera.
Mi profesora no volvió a clase, dijeron que se había ido de misionera a un país extranjero. Todos sabemos que se volvió loca.
Me empecé a dar cuenta de que podía hacer que la gente viera lo que
yo quisiera que vieran. Una niña que me llamó feo vio de pronto una
araña en su zapato y salió corriendo de miedo. No había ninguna araña en
su zapato, estaba en su imaginación.
Ya entendía por qué mis padres me abandonaron. ¿Qué les haría ver cuando era bebé?
Pero siguieron pasándome cosas extrañas.
Una vez en el patio, jugando a la pelota, tres niños vinieron a por
ella. Como no quise dársela, empezaron a empujarme. Me cansé. Me acerqué
a uno a empujarle también. La diferencia es que le lancé de un empujón
hasta la pared de enfrente. Estaba a 5 metros.
Las monjas estaban un poco mosqueadas conmigo. No podían explicar las
cosas que pasaban a mi alrededor, pero sabían que no eran normales. Me
mantenían apartados de los demás niños, como si tuviese la peste o algo
por el estilo.
A mis 16 años, mi vida cambió. Y tanto, me echaron del orfanato.
Estaba en clase. No atendía, al fin y al cabo, no me preguntaban nunca.
Pero, mala suerte, ese día sí lo hicieron.
Claro está, no supe responder. La monja me empezó a gritar, a decirme
que no tenía futuro, que me iba a convertir en un desecho de la
sociedad, en un monstruo y que por eso mis padres me habían abandonado.
Eso me encolerizó. Deseé que viera algo horrible antes de que me pegara
con la regla para que supiera lo que yo sentía… Algo llegó a mi mente,
un sentimiento extraño. No era mío, porque… se “coló” en mi cabeza. Poco
tiempo después, descubrí que era un miedo de la monja.
Supe que la aparición del demonio no le haría gracia a mi profesora, y
eso le hice ver. Cuando levantó la regla para darme en la mano por no
atender, se quedó paralizada. Miró para el fondo de la clase y se le
desencajó la boca del susto. Empezó a gritar como una histérica y salió
corriendo de clase, dejándonos a todos allí. Menos mal que el demonio
era una ilusión, si no…
Les hacía falta menos que eso para echarme del orfanato. No podían
acusarme de nada, pero creían que yo era una especie de endemoniado.
Como sólo tenía 16 años, no podían dejarme en la calle sin más. Me
dijeron que me pagarían el primer mes en un “piso” (una mala ratonera) y
que me habían encontrado un trabajo como mozo en una tienda. Pero no
podía volver jamás al orfanato. Como si yo quisiera volver allí. De
hecho, a partir de ese día, cada vez que veía una monja, me dedicaba a
crear diablos en su cabeza. No quedara una monja cuerda en mi presencia.
El tiempo pasó y la vida no me trató muy mal. Los empleados de la
tienda pensaron que las monjas exageraban con respecto a mí, y poco a
poco me fueron dando más trabajo y, por tanto, más dinero. Me pude
costear una casa decente, abandoné esa ratonera para siempre.
Descubrí otro poder más. Aunque quizá era una extensión de mi
telekinesia. Un día decidí probar que, ya que podía mover cosas con la
mente, porqué no mi cuerpo. Pude hacerlo. Pude volar.
Una noche, me paré a pensar. Tenía poderes y sabía usarlos. Podía
defender a la gente, ¡podía ser un superhéroe! Sería alguien respetado y
querido por los demás. No era algo que me hiciera sentir especialmente
feliz, pero nunca estaba de más un poco de cariño.
A la mañana siguiente, fui al banco. Quería pedir un préstamo para
comprarme un coche. El director del banco, amablemente mirándome de
arriba abajo, me lo denegó sin mirar mis papeles, me dijo que no tenía
una clase económica suficientemente alta para poder dármelo. Me contuve
para no hacerle ver algo horrible. Si iba a ser un superhéroe, no podía
utilizar mis poderes contra nadie.
Llegué a casa y puse las noticias. Cosas de la vida, el banco al que
había ido estaba siendo atracado. A regañadientes, me puse un disfraz
que había hecho yo mismo (un tanto raro, pero me gustaba) y me dirigí
hacia allí.
No me costó nada hacer que el atracador se rindiera. Que creyera ver
un sinfín de policías tirándose encima de él ayudó bastante.
El director del banco se acercó a mí. No pude evitar ver su mirada rara
hacia mi disfraz. Me mosqueó un poquito. Me tendió la mano, me lanzó una
sonrisa muy falsa y me dijo “Muchísimas gracias, señor. Si este banco
pudiera hacer algo por usted, darle un préstamo o una hipoteca, no dude
en pedirlo”
Fue la gota que colmó mi paciencia. Me concentré, inspiré hondo… Y
ahí estaba. ¡Ja! ¡Tenía miedo a que su mujer se liara con el director
del banco de la competencia!. Dicho y hecho.
El director giró la cabeza hacia la puerta. Creía ver a su mujer. Se
acercaba con otro hombre. Le conocía. ¡Era el director de la
competencia! No se lo podía creer. Se llevó las manos a la cabeza y
empezó a tirar del poco pelo que le quedaba.
Peor fue su cara cuando vio que se empezaban a liar delante de él. Su boca no podía estar más abierta.
Consideré que ya era suficiente cuando mi querido director estaba a punto de llorar. Hice desaparecer la ilusión.
Me giré y según salí por la puerta me fui volando a casa pensando qué
pasaría si mis víctimas vinieran a por mi y mis poderes no fueran ya
efectivos contra ellos. Eso sí sería un buen miedo, y no lo del
director.
En las noticias de la noche no me ponían muy bien. Decían que un
hombre con extraños poderes siniestros había detenido un atraco en el
banco. Y que el director, al darle las gracias, había sido víctima de
esos poderes. La policía sospechaba que podía ser algún tipo de ladrón,
pero no tenían pruebas, así que no podían hacer nada en mi contra.
Seré un superhéroe, pero no soy idiota.
A pesar de esa “mala experiencia”, no deje de intentar ayudar a la
gente. No tenía muy buena acogida, pero tampoco me repudiaban. Ayudaba y
me iba, nadie me agradecía nada. Alguno que otro siempre terminaba
diciendo cosas poco agradables de mi… Pero claro, es que les parecía
gracioso tirarme alguna lata de cerveza o llamarme hortera… Y, oye, no
es mi culpa que ellos tengan unos miedos que les hagan gritar tanto.
Creo que la policía no me tenía mucho aprecio, pero no se metía mucho
conmigo porque siempre había algún superestúpido liándola más gorda. Al
fin y al cabo, yo solo hacía que la gente pasara un poquito de miedo.
Lo más maravilloso de mi vida me pasó a mis 25 años. Salí de casa a
tirar la basura y, cuando me alejaba, oí un llanto. Me paré en seco y
escuché de nuevo. Otra vez, y procedía de un cubo. Fui corriendo. No me
podía creer lo que iba a ver. ¡Había un bebé dentro del cubo! ¿Qué
gentuza podía haber hecho algo así? Cogí al bebé. Era una niña de unos
ojos preciosos.
Tenía que llevarle al hospital. Tenía que avisar a la policía. ¡Qué
gentuza! Pero según me di la vuelta, pude “comprender” por qué le habían
abandonado. La niña estornudó y desapareció de mis manos… Para acto
seguido volver a reaparecer. “Vaya, así que una pequeña monstruito como
yo” pensé para mis adentros. ¿Qué iba a hacer? Si la llevaba a la
policía y veían su poder… No quería pensar en qué podría pasarla. Me
decidí. Sería mi hija adoptiva. No pasaría por las penurias que había
pasado yo.
Cogí un taxi y me dirigí al hospital. Tendría que hacer uso de mis poderes para que todo pareciera normal.
Llegué y entregué una hoja en blanco a la recepcionista. Le dije que era
mi hija, que había tenido un poco de fiebre, que me había dado miedo
por si era grave y había venido corriendo a que le examinaran. La mujer
miró la hoja en blanco, asintió y me dijo que en seguida me atendía un
médico. Que no me preocupara, que mi preocupación era más de padre
primerizo que de otra cosa.
Llegó el médico y la hizo una revisión completa. Estaba
perfectamente. Me dijo que la vigilara por si la volvía a aparecer la
fiebre y que no me preocupara tanto, que seguro que cuidaba muy bien de
ella.
Hoy, Carolina es una niña sanísima. Ha empezado este año el colegio y
está emocionada. Tuve una conversación con ella. Bueno, lo que se puede
hablar con una niña de 3 años. Me ha prometido que no se
teletransportara delante de nadie. La dije que si cumplía su promesa, en
un tiempo la explicaría el por qué no podía hacerlo. Se lo explicaré
cuando sea capaz de entenderlo: Los mutantes no somos bien recibidos en
esta sociedad.
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